Lo que no os conté sobre mi amiga es que fue ella quien descubrió el cuerpo.
Aunque estuvo yendo al psicólogo muchos años, no pudo evitar que todo lo que en ella fuera nube se convirtiera rápidamente en trapo. No alcanzo a describir el vacío que pueda dejar una cicatriz semejante, pero ahora, con los años, entiendo por qué la niña se convirtió en mujer prematura, y por qué no pudo dejarse atrapar por los fuegos artificiales de lo superfluo. No la encontrarán en Instagram ni en Facebook… ni fingiendo estar por encima de un dolor que se le hizo callo eterno.
Ni ella, ni yo, supimos vivir del todo como el resto, y mientras los chicos de nuestra generación dilapidaban su inocencia con los emblemas inanes de nuestro tiempo, nosotros aprendimos a vivir desde esa vulnerabilidad de sabernos terriblemente prescindibles. No encuentro el verdadero motivo por el que decidiera seguir conservando su amistad conmigo, pero a esas edades cualquier cosa puede parecer definitiva, y quizás a ella le valiera el hecho de que nunca la hubiera juzgado desde que compartiéramos el pupitre en primaria.
Las cosas que experimentábamos juntos nos regalaron esa cercanía que se necesita para confesar secretos; secretos que con el tiempo fueron haciéndose más profundos e insondables. Compartíamos también nuestro camino hacia la iglesia, porque a esas edades seguíamos yendo a catequesis y creyendo en ese Dios omnipresente bajo cuyo credo todo era paz y armonía. Recuerdo que fue allí, mientras mirábamos al Cristo crucificado sobre el altar, cuando me confesó que no podía olvidarse de aquellos pies desnudos a medio metro sobre suelo.
Y me da miedo que esa sea la única imagen que conserve de mi padre. Me da miedo que esa imagen borre todo lo demás.
Cuando ahora me preguntan por qué no me gusta lo mismo que al resto, no soy capaz de explicar del todo, sin parecer un pedante, que mi vida nunca se rigió por los cánones sociales ni que, allí donde otros ven lo divertido, yo veo una oportunidad de perderse para siempre. Una de mis peores experiencias fue contemplar a mi amiga perdiendo poco a poco su fe en Dios…
y verme arrastrado por ese declive que supuso darme cuenta de que yo no fui suficientemente inteligente ni maduro como para ofrecerle toda la ayuda que necesitaba.
Cuando aquella tarde, en catequesis, me contó lo único que recordaba de su padre, me quedé callado, sin un solo consejo en mi sangre, siendo únicamente capaz de pasarle un brazo sobre sus hombros para refugiar su llanto inerme de las miradas ajenas. ¿Por qué no puedo marcharme con él? Me preguntó. Y yo ni siquiera me atrevió a mirarla directamente, por temor a encontrar en su mirada esa clase de abismo donde ya no afloran los sueños. La abracé fuerte, lloré con ella y sentimos muy cerca el peso de esa cruz sobre la que nos miraban las lágrimas de Cristo.
En 2023, se suicidaron en España más de 4.000 personas. Todas tenían una historia detrás. Una de ellas es la de mi amiga…
…quizás os la cuente más adelante.









Mar 04 febrero 2025 @ 02:38
Bonita redacción