Cómo los indignaditos claman contra su propio bienestar e ignoran los problemas reales, causados por sus propios cabecillas
Querido Rambo: en tu última misiva a la redacción de LA BANDERA solicitaste un análisis sobre la relación entre los ofendiditos progres y la llamada paradoja o efecto Tocqueville’. La paradoja consiste en que, en una democracia avanzada, con cierto nivel de riqueza y avances sociales, los indignaditos profesionales claman con fuerza redoblada contra supuestas injusticias como si vivieran en una tiranía.
En el mundo del wokismo, ese papel lo ejercen revolucionarios de sofá, que ni pelearon por llevar su sociedad al nivel de progreso del que ellos disfrutan, ni se les esperaba, porque trabajar es muy cansado y defender valores implica el riesgo de llevarse una hostia.
Los quejicas comodones tratan de destruir su propio mundo por no ajustarse a sus anteojeras ideológicas, fabulando con instaurar una arcadia feliz basadas en sus delirantes consignas. Finalmente, si consiguen arrasar la democracia de la que disfrutaron, los mismos tontos útiles que sufren las consecuencias entonan el tópico: “éramos felices y no lo sabíamos”.
No subestimar a los indignaditos, por memos que parezcan
El pastoreo de indignaditos para que se suiciden ofrece grandes ventajas, tales como distraer a los activistas -o matones según convenga- de los verdaderos problemas por los que sí deberían quemar las calles.
La pseudorreligiones laicas de lo políticamente correcto se basan en uso funcionarial del odio y la mentira. No es un plan maestro, aunque sirva para instaurar tiranías duraderas, porque sus vanidosos cabecillas, aún pagados de sí mismos, son simples timadores con listeza de carterista.
Ojo, querido Rambo, constituye un error letal menospreciarles por su simpleza, pues los jefes de la banda woke poseen inteligencia suficiente como para saber que, sin la presión constante del odio y la mentira, el mundo real les desnuda y sus seguidores descubrirían que precisamente ellos, los farsantes, son los responsables directos de su miseria.
Una locomotora cochambrosa
Escuché una anécdota atribuida al gran escritor y periodista, Julio Camba. Como ignoro su autenticidad, no me atrevo a señalar que es una de sus geniales columnas, pero sirve para ejemplificar los efectos del pastoreo de cerebros indignaditos.
Imagina, Rambo, el escenario: segunda república (no merece letra mayúscula), andén de una estación rural atestada de gente, harta del retraso que sufre la línea. Finalmente, aparece renqueando un tren cochambroso.
El narrador describe un peculiar estallido de cólera de los presentes, que ni era por el retraso, ni por el estado del convoy: la desvencijada locomotora lucía en su frente una corona, símbolo monárquico.
La masa, ya pastoreada, funcionaba con su propia inercia y dirigió su indignación hacia un adorno metálico en vez de hacia su basura de gobierno, incapaz de ofrecer unas infraestructuras medio decentes. ¿Te suena?








