Al principio, las patrullas de policía vigilaban los barrios sin más interferencia que la de la habitual delincuencia. Malhechor detenido, vecinos observando la escena y todo acababa en un abrir y cerrar de ojos. Aquello duró poco, pues los nuevos vecinos, creídos de que los agentes del orden actuaban por racismo o xenofobia y no por estricto cumplimiento de la ley, empezaron a obstaculizar cualquier actuación. Al principio, también, fue sin violencia.
La no violencia se tornó tensión; racial, la llamaron. Los policías René y Pascal empezaron a pedir a François y Michel que entraran con ellos al barrio. —Dos coches mejor que uno — pensaban. —Apariencia de fuerza —les decía el prefecto de policía. Y, a continuación, añadía que no se metieran en líos y procuraran cuidar los vehículos, que había pocos. Pocos coches y pocos efectivos, era lo que había. Pocos problemas; era lo que las jefaturas y los políticos querían.
Las agencias de paquetería y distribución dejaron de ir a los barrios. —“Área fuera de reparto” — decían a sus clientes
Los comercios tradicionales, que desde los años 60 surtían a los vecinos de las nuevas urbanizaciones de extrarradio, fueron cerrando. La mayoría quedaron abandonados; los que no, se abrieron como locutorios y kebabs. Debajo de los precarios letreros escritos ya en árabe, aún se adivinaban los antiguos rótulos de lo que fueron boulangeries o supermarchés. Lo privado, la riqueza del gran empresario y el esfuerzo del pequeño autónomo, se ausentaron.
Lo público, que aún trataba de sostener su indeseada presencia, también duró poco. Los niños no estaban escolarizados y los Servicios Sociales aún osaban interrogar a los progenitores por el destino de sus hijos. Las trabajadoras sociales eran expulsadas. Allí hablan los hombres, no las mujeres. Las trabajadoras sociales eran mujeres y, ya se sabe, un hombre musulmán no se dirige a una mujer ni siquiera para recibir las ayudas y subsidios que acaparaban. Las pobres mujeres, humilladas, insultadas y, muchas veces, agredidas, solicitaban ayuda a la policía.
Para entonces, los uniformados ya andaban entrando de seis en seis, como mínimo. Subían a las viviendas acompañando a esos Servicios Sociales o para entregar notificaciones judiciales —algo que en cualquier otro distrito es rutina pura que puede realizar un solo agente— y, cuando finalizaban su infructuosa tarea y regresaban a los vehículos, estos habían sido vandalizados; a veces, llenos de pintadas, a veces con los neumáticos rajados y las lunas rotas y, en ocasiones, incendiados. Optaron por dejar de retén a un par de compañeros para evitar esto, pero tampoco sirvió. La multitud rodeaba a los flics y los apedreaba. René y Pascal, François y Michel dejaron de ir. Ni que decir tiene que la capitaine Camile hacía mucho tiempo ya que no pasaba por allí.
La autoridad formal, ejercida por las fuerzas de seguridad en nombre del pueblo, dejó paso al poder despótico del imán, del jefe del clan, del capo y el narco. La ley sin código escrito ni juez
Aquellos que inicialmente poblaron las colmenas de la protección oficial, clases obreras de la floreciente industria nacida de la posguerra que creyeron haber alcanzado un futuro mejor para sus hijos, también se fueron aborrecidos y aborreciendo a sus incívicos vecinos, nuevos ciudadanos, con todos los derechos, que abusaron de ellos y de las facilidades que se les dieron para arruinar y llenar de basura calles, callejones y recovecos. Se marcharon y fueron afortunados.
Otros, que demoraron su decisión por puro apego al lugar en el que vieron crecer a su prole, ya no pudieron escapar. Para entonces, sus viviendas no valían ni el precio de los ladrillos. Se resignaron a vivir hasta su muerte entre rezos al Levante, mujeres tapadas y tráfico de droga. Cuando murieron, su vivienda fue ocupada por otro nuevo europeo.
Esta es la historia de un banlieue francés. También la de un suburbio sueco. Y podríamos haber aprendido algo de ella para que no se convierta en la historia de un barrio español, pero hemos preferido creer que no es para tanto, que son exageraciones de extremistas interesados o que eso, aquí, no puede pasar. Aquí, no. Aquí se integrarán. Porque nuestras políticas sociales son diferentes de las de Francia y las de Suecia. Tan diferentes que son exactamente iguales y, por eso, aquí sí van a funcionar.








