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El wokismo está derrotado, pero la izquierda sigue en pie

La izquierda ha perdido la Batalla Cultural, esa que ellos mismos inventaron, pero no nos engañemos: la Guerra está lejos de terminar.

No es la primera vez que sucede. De hecho, es la tercera. El marxismo clásico nació cuando Marx y Engels plasmaron en papel las ideas de los movimientos obreros y los sindicatos internacionales, añadiendo el «valor trabajo» como gran novedad. Podrían haber elegido cualquier otro criterio, porque, en realidad, lo que dicta un salario es la oferta y la demanda, no las utopías. Ludwig von Mises lo desmontó al demostrar que el Estado no tiene ninguna base racional para repartir los bienes capitales, y la Unión Soviética fue la prueba definitiva: el papel lo aguanta todo, pero la realidad no perdona.

Tras ese primer batacazo, la izquierda se reinventó con la socialdemocracia. Aceptaron la propiedad privada a regañadientes, pero se empeñaron en meterle mano a la economía —supuestamente por «equidad»— mientras juraban lealtad a la democracia. Les fue mejor, no por mérito propio, sino por la pasividad del rival. Los democristianos, acomplejados, acabaron comprando el discurso de lo «público» como si fuera suyo. El problema vino después: la lógica de la democracia —prometer dádivas para ganar votos— hinchó los estados hasta volverlos monstruos burocráticos que asfixiaban la economía. El resultado fue una alternancia bipartidista donde apenas se distinguía quién era quién.

Pero ahí llegó el segundo traspié. Los obreros, el gran caladero de votos de la izquierda, empezaron a prosperar. Se volvían «burgueses» y ya no compraban tanto la cantinela de la redistribución. La izquierda, al perder su base, empezó a gobernar menos. Y entonces, en esa segunda derrota, entendieron que necesitaban un nuevo «sujeto revolucionario». Aprendieron de sus errores, pero también de sus aciertos. Mantuvieron la dialéctica marxista de opresores contra oprimidos, aunque esta vez dejaron de hablarle a los trabajadores.

Así nació la revolución molecular: un discurso fragmentado para distintos grupos, pero con un enemigo común. Ahí surgieron la teoría crítica de la raza: el blanco oprime al negro, culpable: el racismo (y el capitalismo), el feminismo institucional: el hombre oprime a la mujer, culpable: el patriarcado (y el capitalismo) y la ideología de género: el hetero oprime al colectivo LGTB, culpable: la heteronormatividad y… el capitalismo.

Curiosamente, los democristianos —y hasta las multinacionales— se subieron al carro woke, como antes habían hecho con la socialdemocracia. ¿Por qué, entonces, están perdiendo esta Batalla cultural? Por dos razones, y ambas ecos de sus derrotas pasadas.

Primero, la izquierda llegó tarde a luchas que ya estaban ganadas. Las mujeres y las minorías llevaban décadas emancipándose sin su ayuda. El sufragio universal —obra de liberales, no de socialistas— metió a las mujeres en la vida pública, y la Segunda Guerra Mundial las incorporó al trabajo mientras los hombres estaban en el frente. Las minorías, por su parte, ya escalaban socialmente gracias a los movimientos civiles: en Estados Unidos, los asiáticos, no los blancos, son el grupo con mayores ingresos. La izquierda se apuntó al carro cuando el camino ya estaba allanado.

Segundo, y más grave, han despreciado a su base original: los trabajadores. En Occidente, las clases medias y trabajadoras son la mayoría. No parece muy astuto insultarlos en democracia. Cuando hablas de «privilegio blanco», le estás hablando al currito agotado tras su jornada. Cuando señalas al «hombre opresor», ofendes al panadero que madruga para ganarse el pan… haciendo pan. Ese desprecio ha encendido una reacción: votantes tradicionales de la izquierda ahora miran a otro lado o directamente cambian de bando.

Pero la Guerra no ha acabado. El gran fallo de la derecha ha sido siempre no dar la Batalla Cultural. Los partidos populares, como los democristianos europeos, terminan asumiendo las ideas de la izquierda por inercia, sin rebatirlas ni ofrecer una alternativa propia. Esto ha abierto la puerta a outsiders como Trump, que tomó el Partido Republicano, o a nuevos actores como AfD y VOX.

Mientras tanto, los intelectuales de izquierda ya estarán tramando su próximo golpe. Puede que apuesten por la inmigración, el ecologismo o cualquier otra causa que reciclen con su maestría habitual. Gracias a Gramsci, dominan el arte de infiltrarse en la cultura: medios, universidades, cine… La derecha no puede dormirse. La Guerra Cultural es eterna, y no pelearla no es una opción.

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